jueves, 27 de julio de 2017

Tengo que comer, segunda parte

Es mi deber confesarlo, quien me conoce bien lo sabe, pero ya no me da pena decirlo: cuando estoy en confianza y surge la comodidad me encanta comer, atascarme en las comidas, dejar a un lado los modales y chupar, degustar, probar mis dedos, sabrosear, sentir texturas, relamerme los labios, disfrutar los olores, colores, sabores. Amo la carne, la salchicha, el chorizo, la longaniza, sorber sus jugos calientes cuando se escurren… en esta actividad, habiendo amor, si cambias la m por la g, será la misma historia. Sí, ya sé: nunca voy a brillar en sociedad…


Es una apreciación muy personal, cuando hay confianza puedo explayarme comiendo sin modales y sin recato, porque para mí, el acto de comer (con m), es más que incorporar nutrientes al cuerpo: es una orgía de sabores y texturas, de olores y temperaturas, de sensaciones y sentimientos, de descubrimiento y de experimentación.

Me sucedía que durante la noche en mis más húmedos sueños soñaba con comida. Trataba de inducir ese placer porque para mí era casi orgásmico irme a dormir oliendo mis dedos, impregnados con el aroma de los tacos de pastor que recién me había comido… sé que puede sonar enfermo, pero en realidad me tranquilizaba demasiado el aroma de los taquitos cuando mi barriguita estaba llena, porque podía sentirme segura y a salvo, como si un hueco en mi alma estuviera cubierto, y qué mejor que cubrir esos huecos del alma con tacos de pastor… ¿puede existir mayor amor que el amor a los tacos?

El señor es mi pastor, nada me faltará (a veces limones). En lugares de verdes cilantros me hace disfrutar. Junto a aguas de jamaica y horchata me conduce. Él restaura mi panza, me guía por lugares de taquizas por amor a su sabor. Aunque coma en locales de sombra de muerte no temeré a enfermedad alguna, porque tu, señor taquero, estás conmigo. Amen.
¿Puede existir mayor consuelo que el que nos brindan los tacos? El sabor de los tacos es cosa única, la combinación exquisita de la tortilla de maíz con la carne sazonada, las verduras frescas, la cebolla asada, los chiles toreados, y todo esto bañado en salsa roja o verde, picosa o muy picosa, es un manjar que nos reconforta, nos alienta, nos consuela, y hasta nos puede salvar la vida.


La comida me genera expectativa y emociones. Puedo tener un pésimo día, pero sé que yendo rumbo a casa tendré la opción de escoger entre tacos, tortas, pozole, quesadillas, enchiladas, tamales, buñuelos, chascas, esquites, elotes asados, cacahuates al vapor, y cuando es temporada: garbanza verde, también conocidas como guasanas, cocidas o tatemadas, preferentemente tatemadas… con estas últimas tengo una obsesión, porque en la temporada que transcurre de septiembre a mayo, cada tarde ando a la caza de los vendedores que la ofrecen en su recorrido por la calle. En éste último año, con la tecnología actual ya pude hacerme de tres proveedores, y en vez de andar en búsqueda, les mando whatsapp para que me manden la ubicación y poder comprar mi botana favorita, ¿les conviene el gasto de datos para mandarme la ubicación? Sí, definitivamente, porque siendo temporada consumo garbanza en cantidades industriales, pero por pena la pido en presentación individual: –Don, porfas deme ocho bolsitas de a diez… son para la familia. (para la familia de lombrices que me cargo).


La comida me reconforta, me consuela y me hace feliz. Podría poner a la comida por encima de muchas cosas en mi vida, como por ejemplo, encima de la cama, encima del escritorio de la oficina, encima del asiento del copiloto, encima de la persona a quien más amo y comenzar a devorarla sin recato, y luego comerme la comida también.

La comida nos une, la comida es un excelente pretexto para socializar, para conocer gente y para relacionarnos con los demás. Por ejemplo, no tengo una buena relación con mi mamá pero sí tengo una excelente relación con la comida que prepara. Y es que para ser sincera, reconozco que ella cocina riquísimo. Tal vez no le dirija la palabra, pero si me invita a comer tampoco le dirigiré la palabra, solo iré con el objetivo de consumir deliciosamente su pozole rojo, espaguetti a la bolognesa, pierna de cerdo mechada, sopa de papa con chipotle, carne con verdolagas, crema de brócoli, arroz blanco y rojo, cazuela de verduras… lo que sea le queda riquísimo, menos el carácter, ese le quedó de la chingada.



La comida no solo es alimento físico, también es alimento del alma, y cuando mi alma se siente entretenida, o apresurada y con presiones por cumplir fechas límite o entregar proyectos la comida no pasa a segundo plano, forma parte de mi plan: puedo estar realizando alguna actividad como escribir el post del jueves y al mismo tiempo zamparme unos dorilocos o un caldo de oso… sí, caldo de oso. Y para hacer caldo de oso no es necesario primero matar al oso a puñaladas  (qué más quisiera yo, ya me urge 😞). Para hacer caldo de oso solo sigue la receta: http://bonitoleon.com/que-es-un-caldo-de-oso/

La comida me genera expectativas y saborearla antes de verla servida en el plato me mantiene con la esperanza de que éste mundo puede ser mejor, me hace optimista, me hace feliz. Imaginar que comeré lo que se me antoja y pronto disfrutarlo, me pone de buenas. Imaginar que me voy a comer eso que tanto se me antoja y que me cancelen a última hora, me pone de malas, así que consigo comida para llenar ese rechazo, y en ese querer conseguir comida me alucino imaginando lo que podría comer y que esté al alcance de mis posibilidades.
Mira Pelón!!  encontré lo que te falta!!!
Una vez, cuando aún vivía con mis papás desperté con muchas ganas de huevos y salchicha para el desayuno, pero recordé que estaba soltera y tuve que ingeniármelas. Así como soy de especial para la comida, por no decir pertinaz, me imaginaba el huevo apenas frito en la sartén para que quedara doradito y crujiente de abajo, mientras que en la superficie se podía apreciar aún el color naranja brillante de la yema semi líquida apenas caliente. Me dirigí a la cocina para poner manos a la obra y con mucho cuidado rompí dos huevos para separar la yema de la clara, y como no me sale a la primera, terminé usando dos hombres, digo, cuatro huevos, los únicos que quedaban. ¿Qué hice con las yemas rotas?, las guardé para agregárselas a un jugo de naranja natural, mismo que usaría para desatorarme el desayuno (me encanta). Ya que tenía mis claras y yemas separadas, puse a calentar la sartén, agregándole luego un chorrito de aceite de maíz. Minutos después, cuando alcanzó la temperatura exacta, con mucho cuidado vacié solo las claras, moviéndolas para que cubrieran homogéneamente la superficie mientras le añadía una pizca de sal. Esperé pacientemente, y una vez que comenzaba a formarse una costra doradita con las claras, agregué cuidadosamente por encima las yemas para que alcanzara la temperatura exacta y poder llegar a ese equilibrio perfecto entre la clara doradita y las yemas semi líquidas. Se me hacía agua la boca al imaginar mi delicioso platillo, sirviéndolo en el plato y luego rompiendo las yemas con un trozo de pan y empapándolo en ese suculento manjar. Me di cuenta de que me abuela, que estaba de visita en la casa, había agarrado el bolillo que tenía separado para disfrutar mi delicioso desayuno, así que literalmente fui corriendo a la tienda por un bolillo antes de que se enfriara mi delicioso platillo que tanto me había empeñado en preparar, para que tuviera el perfecto equilibrio entre sabor, textura y temperatura. No podía esperar para remojar un trozo de migajón en las yemas tibias, literalmente babeaba de imaginarme el sabor en mi paladar. Un minuto después, cuando regresé, me di cuenta de que mi abuela había vuelto a prender la estufa y con una palita de madera estaba impunemente mezclando el contenido de la sartén mientras me decía: –ví tu huevo muy crudo y me puse a terminar de cocinártelo. No me des las gracias. Lloré, no podía hacer otra cosa.

Sí, reconozco que llego ser patética en mi relación personal que tengo con la comida, al punto de descorazonarme si las cosas no salen bien, y desinflarme como se desinfla un soufleé apenas lo sacas del horno.

Tal vez podría definir la comida como un fetiche para mi, ya he comentado que siendo niña tuve algunos traumas con la manera de comer, digo, de tragar porque no se le puede llamar de otra forma. Y en esta situación comencé a desarrollar gustos por ciertos alimentos y rechazo por otros. Entre las cosas que más me gusta comer (toma nota), se encuentran los pescados y mariscos: me encanta el coctel de camarón, las mojarras fritas en aceite, las tostadas de ceviche, las cazuelas de mariscos con caldo picosísimo que son excelentes para la resaca, los molcajetes de mariscos con mucho queso fundido, que son excelentes para… lo que sea. Eso sí, acompañado de una suculenta cerveza oscura, porque el hecho de que me gusten los mariscos es solo porque simplemente se llevan de lujo con la cerveza. También por eso me encanta la carne asada, pero la disfruto más si la preparo yo misma y me dedico a darle vueltas en la parrilla y cuidarla para que el carbón no la queme. En esto de la carne asada, me vuelvo loca cuando preparo la carne y de paso pongo chorizo o chistorra en el asador, cebollas cambray, nopales enteros, chiles güeros rellenos de queso asadero y todo esto lo acompaño con quesadilas y le agrego un aguacate vuelto puré y bañado con salsa de molcajete hecha de jitomates y chiles serranos asados. La lista de, la que me encanta comer es muy larga, y la descripción de mis comidas favoritas es extensa, sólo hay algo que no me gusta y no puedo comer: el plátano. No es albur, definitivamente no es albur.



A veces me cuesta trabajo decidir qué comer… ¿a veces? De hecho siempre. Mi dilema con la comida implica la eterna racionalización entre costo-calidad-practicidad-cercanía-valor nutrimental-posibilidad de estacionamiento (es un pedo andar dando vueltas para encontrar lugar por muy ricos que estén los tacos, me descorazona éste factor)-tiempo de espera (quesadillas doradas de huitlacoche que tardan una eternidad)-posibilidad de empacho o chorrillo(casi puedo jurar que he comido tacos de perro… pero la salsa!!, la salsa!!!!!)-el nivel de hambre y cuánto tiempo más puedo soportar sin alimento y sin snickers

Parte del dilema también implica el tiempo disponible para comer… entre más tiempo, mejor, así puedo disfrutar la comida… siempre y cuando la comida sea disfrutable… por ejemplo comer cerca del trabajo supone muchas penurias porque regularmente los comedores te venden un platillo económico que incluye: sopa de pasta, frijoles, arroz, tortillas, papas y algo que parece carne, pero que seguramente es soya. Con este platillo de suculentos carbohidratos para darle cuerda a un albañil, solo atino a visualizar cómo se me levanta la sábana y flota a media noche, después de un sonoro prffffffffff… y si me pasa en la oficina tampoco me aguanto: yo lo siento por mis compañeros de trabajo, porque prefiero perder colegas de oficina a perder una tripa.


Comer en compañía es productivo porque así podemos compartir los alimentos, los sabores, y conocer acerca de los gustos de la otra persona, además es económico y nos ayuda a conocer al prójimo por medio de sus gustos alimenticios y obsesiones con los alimentos: hay quien no puede concebir comer sin chile, y otros no son felices si no tienen un refresco de cola para desatorarse el pedazote de carne que se zamparon. Yo pertenezco a ambos grupos.

Comer me tranquiliza, me pone feliz, me aquieta el alma y me relaja. A la fecha, sólo puedo descansar completamente si estoy en estado del “mal del puerco”, y por ese motivo precisamente, antes de ir a dormir le empaco con harrrrta confianza para sentirme satisfecha… de ahí mi obsesión por zamparme $80 de garbanza cuando es temporada.



Próxima entrega: el munchis, digo, el postre.

Y como ando hambrienta, la canchonda de hoy, digo, la rola de hoy:


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